La madre de mi padre me ha mirado
el otro día mientras le saludaba, confundiéndome con él me preguntó si ya me había cansado de usar pantalones de
cuero y cinturones brillantes, me miró con sus ojos casi ciegos y me dijo que
deseaba vino, que con la muerte borracha todas las luces se apagan, al ser yo un tonto le
creí y me bendijo, y, como una confesión callada, me sentí verdaderamente
bendito.
Antes de irme fui a despedirme de ella, de nuevo mi rostro
era el rostro ajeno, ahora veía en mi mirada la mirada de mi madre, confundida
por el cabello que me cubre, me habló de su esposo, al cual solo llamó “aquel
hombre del que nacieron todos los azules y los verdes”, después besó mi frente
y dijo “Gabrielito tiene tus ojos y el cabello de mi hijito, que pena que no
haya venido” me bendijo nuevamente derramando una lagrima y nuevamente me fui.
Me di cuenta que mi padre lloraría por ella sin mostrar
flaqueza en sus ojos, cuando su oscura piel se vuelva blanca, a ella que es mi
madre, a su esposa que es mi madre, a su hija que es mi madre, lloraré con él
por ellas, para rogar su regreso aún si es en vano, para honrar su partida aún
si es eterna.
Porque es verdadera fortuna aquellos que pueden perder parte
de su alma en el alma ajena, pues habrán dejado algo de si en otros; quienes se
van de casa cargando cruces en el pecho, quienes discuten por no desear verse
como la gente feliz y bella, quienes le dan el único centavo sobrante de
comprar una caja de tabacos, aquellos que se llevan algo y lo dejan todo de
vuelta a ella, llorarán sin decir nada cuando pierdan la causa de sus vidas, y
al morir, por aquellas nubes de ceniza sobre los cielos, sus hijos darán lagrimas
de cobre.
Gabriel Faz